Había una vez un asesino

30 Jul

En la década del ´60 Indonesia vivía un período dictatorial en el que el comunismo era perseguido y exterminado (el comunista y el sospechado de comunista, claro). En menos de un año los grupos paramilitares se cargaron a más de un millón de personas. Hoy en día esos tipos están en el poder.

En The act of killing, el inquietante documental de Joshua Oppenhaimer producido por Errol Morris y Werner Herzog (este dato ya es suficiente para ir y verlo) estos asesinos cuentan su historia con orgullo y delante de cualquiera porque son considerados héroes de la nación. El director va y los entrevista y les propone hacer una ficción mostrando la historia, su historia. Les pide que recreen como actores, con maquillaje, vestuario y escenografía, lo que pasaba en esos años y cómo actuaban ellos y ellos dicen “Claro, sí, por supuesto”.

El documental es un registro de la producción de esa ficción y al mismo tiempo de todo lo que ocurre alrededor.

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Una primera aproximación a la película la divide en dos: el proceso documental en sí mismo y la ficción que están filmando. En la parte documental el director entrevista a sus protagonistas, que sin ninguna vergüenza ni remordimiento cuentan lo que hacían. El director los acompaña a las reuniones del partido que los agrupa, los acompaña a sus casas, conoce a sus familias, habla con todos. En la parte ficcional el director se pone a merced de sus protagonistas, dejando que ellos elijan cómo mostrar cada proceso que realizaban: interrogatorios, torturas, matanzas, persecuciones.

En esta parte ficcional los héroes nacionales se dan todos los gustos: se disfrazan de mafiosos americanos, de dioses, practican la antropofagia, recrean fusilamientos, hacen llorar a niños en la puesta en escena más que convincente del incendio y exterminio de una aldea. El resultado de esa falsa ficción es un pastiche bastante bizarro que termina reforzando la imagen de monstruos que muestra la parte documental: los tipos, además de monstruos, son unos locos ridículos y megalómanos, como cuando un tipo mediocre que se cree genial está intentando torpemente levantarse a una señorita y queda como un boludo pero no es capaz de registrarlo (bueno, salvando las distancias).

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Pero la razón principal por la que recomiendo esta película es bastante más infantil: me gusta ver cómo piensa un asesino.

Me gusta a mí y nos gusta a todos. Nos gusta porque somos morbosos o porque tenemos pulsiones asesinas reprimidas que necesitamos descargar. Nos gusta ver cómo opera la cabeza de un asesino: la cabeza de un tipo que no considera que la vida del otro es algún tipo de límite para sus acciones.

Nos gusta, sobre todo, porque queremos tratar de entender por qué y cómo, para algunos, matar está bien. Porque una sociedad donde un asesino de muchos, de miles quizás, y torturador confeso es un héroe nos intriga.

Porque queremos saber qué método elige el asesino, qué siente al hacerlo, qué pasa después: ¿tiene pesadillas? ¿remordimiento? ¿tristeza? ¿nada?

En las ficciones estamos acostumbrados a la justificación del asesino: infancias terribles, traumas, abusos, violencia familiar, soledad, tristeza. El principal asesino de esta película, en cambio, es un asesino que no tiene ni remordimiento ni traumas infantiles. Mató porque creía que en el acto de matar estaba salvando a su sociedad, a los suyos, pero también porque la vida de otro en sus manos le daba poder. Es alguien que mató porque le gustaba matar, porque era su deber, pero también porque quería, porque podía, porque la sociedad se lo permitía, y se lo permite, lo recibe de brazos abiertos adonde vaya. Lo actúa en detalle regalándonos el clase B más repulsivo e impactante que se ha visto últimamente, siempre, por supuesto, considerándose un semidios, aunque en la última escena, que es tremenda y no se olvida fácil, esto de revivir los buenos viejos tiempos le pasa factura. Y por eso no podemos parar de mirarlo.

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