Pequeña recomendación

10 Ago

Amy York Rubin es directora, productora y guionista. Trabajó en todo tipo de medios: publicidad, política, música, ficción. ¿Por qué estoy acá escribiendo sobre ella? Por un link de alguien de twitter llegué a la página de Barnacle Studios, la productora que maneja Amy York Rubin y cuyo producto más conocido -o que todos deberían conocer- es una ficción llamada Little horribles donde Amy, además de escribir y a veces dirigir, actúa.

De qué va Little Horribles: vivencias de una treintañera lesbiana. Se acerca un poco a Girls y un poco a Louie. Es graciosa por incómoda y honesta. Tiene unos pocos episodios, todos de cinco minutos, todos maravillosos: en uno de los episodios, por ejemplo, Amy se masturba en un auto, un tipo la ve desde el auto de al lado y después se encuentran de casualidad en una fiesta. Las situaciones son todas pequeñas anécdotas que abren y cierran en el episodio así que no es necesario ver cronológicamente, de hecho, yo empecé a verlo por el último episodio, el primero donde aparece la familia de Amy, unos americanos muy promedio que en el fondo no quieren que su hija sea una gorda lesbiana.

 

Los isleros

1 Ago

Jeff Nichols hace algo más que seguir la vieja máxima que dice pinta tu aldea y pintarás el mundo, aunque de ahí parte. Sus películas retratan con honestidad y sin ironía (a diferencia de los Coen, por ejemplo) la vida en los pueblos rurales del estado sureño en el que nació, Arkansas. Las tramas están atadas a ese paisaje, no podría transcurrir en otro lado ni sus personajes ser de otra parte, pero Nichols se las ingenia para nunca caer en el costumbrismo o el lugar común. En Shotgun Stories se desataba una guerra entre hermanastros comandada por Michael Shannon (su actor fetiche), quien en Take Shelter vuelve a ponerse bajo las órdenes del director y alucina el apocalipsis. Mud trabaja con los mismos elementos de siempre, como si transcurriera en un época sin celulares ni ipads (o sea: Arkansas), pero a las armas, el aburrimiento pueblerino, los sembrados y la familia redneck le agrega el Mississipi.

 

El mismo Nichols dijo que Mud estaba inspirada en Mark Twain, así que hay dos amigos inseparables de catorce años que, en esa geografía acuática y salvaje, tienen la aventura de sus vidas cuando conocen a un tipo misterioso que dice ser propietario de pocas cosas pero, en el contexto de la isla en la que sobrevive, valen mucho: un barco, una 44, una camisa de tela liviana, un amor al que espera. Es definitivamente una de las mejores actuaciones de Matthew McConaughey, que para levantar su carrera hace rato decidió dar un viraje hacia el sur profundo, y la rompió en todo lo que hizo, desde The Paper Boy y Killer Joe hasta un papel menor en Magic Mike que no tiene desperdicio. Le sale muy bien el acento y la picardía, el delirio místico y la estafa, el aspecto desaliñado. Además no anda con vueltas a la hora de hacer sacrificios que beneficien al personaje. Se sabe que siguiendo una dieta extrema perdió 25 kilos para interpretar a un enfermo de Sida en Dallas Buyers Club, a estrenarse en diciembre de este año. En Mud está sucio y hambriento, tiene las paletas delanteras rotas, y por momentos es como el buen salvaje pero con un pasado turbio y sin amigos. Ahí es donde entran a jugar los chicos. Ellis –Tye Sheridan, que actuó en Tree of Life de Malick (otro director que siempre vuelve al mismo lugar: Texas)- y Neckbone. Habrá un intercambio interesado entre ellos y también, siguiendo la línea del relato de iniciación y aventuras, un aprendizaje. Y, por supuesto, una chica, Reese Witherspoon, que maneja bárbaro el hillbilly porque es su lengua materna.

La película es entretenida, tiene momentos de ternura y enseñanza a la “Stand by Me” y acción de la que uno espera: tiros y piñas. El punto de vista del chico funciona bien, está otra vez Michael Shannon, aunque no se destaca mucho, la periodista de la segunda temporada de American Horror Story, Sara Paulson (tampoco) y Sam Shepard. El río barroso por el que seguramente el personaje esté bautizado así los une y los espanta, viven en casas flotantes y sacan lo que pueden del agua para vender. La elección de este escenario hace todo más interesante. Otro acierto, compartido por el resto de su filmografía, es que Jeff Nichols no se ensaña con sus criaturas. Las somete a las condiciones durísimas de los pueblos fantasmas, campos y pantanos -sitios que él debe haber conocido bien de chico-, pero no piensa que el destino natural de ellos sea atravesar un serie de peripecias propias de los brutos (de nuevo los Coen) para terminar de la peor manera, la manera esperable. Si bien está claro desde que arrancan que están destinados al fracaso, podría decirse que al final del camino, sin recurrir a golpes bajos ni giros sensibleros, hay una especie de redención porque ya la pasaron bastante mal durante el viaje.

Había una vez un asesino

30 Jul

En la década del ´60 Indonesia vivía un período dictatorial en el que el comunismo era perseguido y exterminado (el comunista y el sospechado de comunista, claro). En menos de un año los grupos paramilitares se cargaron a más de un millón de personas. Hoy en día esos tipos están en el poder.

En The act of killing, el inquietante documental de Joshua Oppenhaimer producido por Errol Morris y Werner Herzog (este dato ya es suficiente para ir y verlo) estos asesinos cuentan su historia con orgullo y delante de cualquiera porque son considerados héroes de la nación. El director va y los entrevista y les propone hacer una ficción mostrando la historia, su historia. Les pide que recreen como actores, con maquillaje, vestuario y escenografía, lo que pasaba en esos años y cómo actuaban ellos y ellos dicen “Claro, sí, por supuesto”.

El documental es un registro de la producción de esa ficción y al mismo tiempo de todo lo que ocurre alrededor.

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Una primera aproximación a la película la divide en dos: el proceso documental en sí mismo y la ficción que están filmando. En la parte documental el director entrevista a sus protagonistas, que sin ninguna vergüenza ni remordimiento cuentan lo que hacían. El director los acompaña a las reuniones del partido que los agrupa, los acompaña a sus casas, conoce a sus familias, habla con todos. En la parte ficcional el director se pone a merced de sus protagonistas, dejando que ellos elijan cómo mostrar cada proceso que realizaban: interrogatorios, torturas, matanzas, persecuciones.

En esta parte ficcional los héroes nacionales se dan todos los gustos: se disfrazan de mafiosos americanos, de dioses, practican la antropofagia, recrean fusilamientos, hacen llorar a niños en la puesta en escena más que convincente del incendio y exterminio de una aldea. El resultado de esa falsa ficción es un pastiche bastante bizarro que termina reforzando la imagen de monstruos que muestra la parte documental: los tipos, además de monstruos, son unos locos ridículos y megalómanos, como cuando un tipo mediocre que se cree genial está intentando torpemente levantarse a una señorita y queda como un boludo pero no es capaz de registrarlo (bueno, salvando las distancias).

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Pero la razón principal por la que recomiendo esta película es bastante más infantil: me gusta ver cómo piensa un asesino.

Me gusta a mí y nos gusta a todos. Nos gusta porque somos morbosos o porque tenemos pulsiones asesinas reprimidas que necesitamos descargar. Nos gusta ver cómo opera la cabeza de un asesino: la cabeza de un tipo que no considera que la vida del otro es algún tipo de límite para sus acciones.

Nos gusta, sobre todo, porque queremos tratar de entender por qué y cómo, para algunos, matar está bien. Porque una sociedad donde un asesino de muchos, de miles quizás, y torturador confeso es un héroe nos intriga.

Porque queremos saber qué método elige el asesino, qué siente al hacerlo, qué pasa después: ¿tiene pesadillas? ¿remordimiento? ¿tristeza? ¿nada?

En las ficciones estamos acostumbrados a la justificación del asesino: infancias terribles, traumas, abusos, violencia familiar, soledad, tristeza. El principal asesino de esta película, en cambio, es un asesino que no tiene ni remordimiento ni traumas infantiles. Mató porque creía que en el acto de matar estaba salvando a su sociedad, a los suyos, pero también porque la vida de otro en sus manos le daba poder. Es alguien que mató porque le gustaba matar, porque era su deber, pero también porque quería, porque podía, porque la sociedad se lo permitía, y se lo permite, lo recibe de brazos abiertos adonde vaya. Lo actúa en detalle regalándonos el clase B más repulsivo e impactante que se ha visto últimamente, siempre, por supuesto, considerándose un semidios, aunque en la última escena, que es tremenda y no se olvida fácil, esto de revivir los buenos viejos tiempos le pasa factura. Y por eso no podemos parar de mirarlo.

Temporada de caza

26 Jul

ciervo

Mientras los engranajes de la industria cultural siguen empecinados en exprimir los restos a esta altura algo resecos de Bolaño, la prosa chilena contemporánea viene desmarcándose de su legado sin demasiada historia, como ocurre con un tío que admirábamos de chicos y ahora recordamos con cariño. Nada nuevo. Al mascarón de proa Zambra siguieron muchos otros autores que el lector argentino atento pudo y puede conseguir en librerías, aunque a veces no resulte tan fácil ni barato (a “Caracteres blancos”, de Carlos Labbé, lo vendían con un amable descuento en la feria del libro del año pasado). Críticos, reseñistas y lectores chilenos, o lectores argentinos más atentos que nosotros a la producción del país vecino, podrán trazar un nuevo mapa de influencias y enfrentamientos, de estilos contrapuestos y afinidades entre la camada de escritores del panorama actual. Acá apenas diremos que no hay que estar muy afilado para ubicar juntos, o al menos como parientes cercanos, a Marcelo de Lillo con el autor al que está dedicado este post, Juan Pablo Roncone, y su libro de cuentos “Hermano ciervo” (Fiordo, 2012).

En su adn comparten la preferencia por la frase corta, el realismo descarnado, las escenas de crueldad familiar, el derrumbe, los personajes parcos y sufridos. Incluso en los títulos hay una inclinación hacia lo carveriano (sin duda hay ecos del “Gente que baila sola” de de Lillo en “Hombres que caminan solos junto al mar”). Pero Roncone le imprime otra velocidad a sus historias y ofrece recortes apurados de escenas o impresiones en muy poco espacio, hasta alcanzar la brevedad máxima en párrafos de una sola línea. Es tentador caer en el lugar común de la diferencia generacional entre él y de Lillo, y pensar en el uso de las redes sociales (Roncone nació en 1982, mientras que su compatriota es del 57), pero sin embargo el método también recuerda a la escritura de un diario. Se nota sobre todo en uno de los mejores cuentos del libro, “Gansos”, que transcurre en una isla cercana a la comuna chilena de Calbuco, a la que el narrador viaja a reencontrarse con su padre enfermo. Lo mismo puede decirse de “Muerte del canguro”, donde hay otro viaje, esta vez en la ruta y con destino a un bosque en el sur: “La verdad es que toda la semana me he masturbado pensando en la escena del baño”. Son los típicos fragmentos que no necesariamente hacen avanzar la narración pero la cargan de sentido y van dándole fuerza.

Así funcionan los relatos de “Hermano Ciervo”, mediante frases precisas que intercalan acciones y descripciones en párrafos nunca muy extensos, un procedimiento conocido por el que se gana potencia al decir lo justo. Y hay una materialidad que salpica casi todas las narraciones y les da unidad: cadáveres y armas. En qué se convierte un cuerpo cuando pierde la vida (sea un niño o un canguro), cómo modifica a los que lo sobreviven, qué hace que alguien decida matar. Quizás para lograr esta unidad de sentido el autor incluyó “Cazador de patos”, que parece un puñado de anotaciones e ideas que serán desarrolladas en un futuro relato o cuento. Si quedaba afuera el resultado hubiera sido el mismo, un libro lleno de culpa, animales y muerte.

Sólo dios sabe

25 Jul

Tras el batacazo de Drive, película que proponía una historia violenta con gran despliegue visual, un guión ajustado y Ryan Gosling, su director, el danés Nicolas Winding Refn, sigue en la misma línea estética, y con el mismo actor fetiche, en una nueva que se llama Only God Forgives y que, si bien no es estrictamente secuela de la anterior, no sería raro que formara parte de una trilogía temática en distintas partes del mundo, porque para ésta fueron a filmar a la capital de Tailandia, Bangkok.

Después de verla tenemos la sensación de que entre una y otra pasó algo en el medio. Refn se engolosinó con algunos aspectos de su narrativa (al menos, a diferencia de muchos otros, tiene un plan detrás de lo que hace, y por eso es una de las películas que hay que ver este año), subió la apuesta  corriendo el riesgo de que, como posiblemente ocurra, en la comparación con Drive, Only God Forgives siempre pierda. Salvo que haya apuntado a quedarse con un puñado de incondicionales (Ryan Gosling dijo que la película es como una droga, puede pegarte bien o mal). Yo también sospecho de una mano no tan negra (aparece en los créditos), pero no nos adelantemos.

Only God Forgives es un thriller con un montón de elementos del cine que nos gusta ver: el deadpan de los yacuzas de Kitano, una venganza que no se para con nada igual a las de Chan Woo Park, la fotografía del Won Kar Wai de 2046, musicales entre bolas chinas rojas como haría el mejor Lynch, muchas sangre y mucha violencia coreografiada al estilo Kill Bill, mujeres hermosas. Uno piensa que con todos estos ingredientes juntos una película no puede fallar, excepto que estén mal dosificados o al servicio de una historia floja. No pareciera ser del todo ni un caso ni el otro.

Julian (Ryan Gosling en el personaje que hace de memoria, el de Drive y The Place Beyond the Pines) tiene un gimnasio donde enseña muay thai y además, junto con su hermano, o porque su hermano está en ésa, es traficante de drogas. A su hermano lo mata un policía retirado que también es un pésimo cantante y un samurái con katana. Crystal, la madre de Julian (Kristin Scott Thomas, la del paciente inglés, una actriz bellísima que no tuvo toda la suerte que se merece), viaja con varios objetivos: buscar el cuerpo de su hijo mayor, resolver el asunto de la venganza y de paso cuidar el negocio familiar de venta de heroína y cocaína. Es una mujer joven, ambiciosa, y todo indica que mantenía una relación incestuosa con su hijo muerto. El encuentro con Julian es áspero y retorcido pese a que, como en Drive, hay muy pocos diálogos.

El resto es un regodeo estético con edición enrarecida, bailarinas y fisicoculturistas, cabarets de salones espejados y mucho neón, planos impecables y canciones en tailandés casi como separadores. En algún momento empieza a dar la impresión de que no sólo las peleas están coreografiadas al milímetro, sino todo lo demás: la forma en la que hablan los actores, cómo caminan y se visten, cómo miran y hasta cómo se alejan. Parecen los ciborgs de la parte futurista de 2046, pero esta historia no transcurre en el futuro. En Drive (las comparaciones son inevitables) el vengador que hacía Gosling tenía un costado humano, se enamoraba de la joven Carey Mulligan, y los mafiosos, desde el genial Albert Brooks hasta el siempre carismático Bryan Cranston, en cada aparición mejoraban la película, algo que no pasa en Only God Forgives, donde se nota mucho más que ni los actores ni la historia son demasiado importantes. Refn busca, y en la mayoría de los casos encuentra, encuadres perfectos, recargados de colores y texturas en los que se desarrolla la acción de una manera un tanto mecánica, como cuando la belleza helada de Scott Thomas despotrica contra su hijo menor, que acaba de presentarle a la novia, una prostituta tailandesa tan inexpresiva y contenida como el resto del elenco. Las peleas, afuera y adentro de la familia, los cruces entre personajes, se resuelven en escenas pensadas al detalle, con una frialdad que por momentos roza lo absurdo, como si lo que importara en realidad fuera la idea –el plan de Refn o del dios del título- que las empuja. “Es hora de conocer al diablo”, le dice en un momento el hermano mayor a Julian. Algo así, ya lo adelantábamos antes, puede haberle ocurrido al director entre una película y otra, lo que explicaría las oscuridades, abusos y excesos de esta última. Difícil escaparle a esa influencia. No por nada la dedicatoria del final: “para Alejandro Jodorowsky”.

Blanquita va a la cárcel

24 Jul

Ayer debatíamos en twitter si Laura Prepon está hecha mierda, si es linda, si tiene hinchazón de corticoides, está envejeciendo mal o es borracha. No llegamos a ninguna conclusión, como suele suceder en twitter, pero estábamos hablando de ella porque estábamos hablando de la nueva serie de Netflix de la que todos –todos- hablan: Orange is the new black.

La sinopsis de Orange is the new black es sencilla: blanquita va a la cárcel.

La blanquita Piper Chapman (Taylor Schilling, de pasado actoral bastante incierto y desconocido) está comprometida con Larry Bloom (Jason Biggs, de pasado actoral American Pie) pero antes estuvo de novia con Alex Vause (Laura Prepon, de la gran serie That ´70s Show y de la fallida Are you there, Chelsea?). Alex era traficante de drogas, en una Piper la ayuda y ahora las dos pagan sus errores en la cárcel.

Básicamente eso. La blanquita llega a la cárcel y se encuentra con un mundo desconocido y a su vez se reencuentra con su ex novia. Conoce presas. Conoce policías. Recibe visitas. Pasan cosas.

La serie es de Jenji Kohan. Jenji Kohan me cae muy bien aunque haya hecho pocas cosas porque todo lo que hizo siempre me gustó: escribió el capítulo de Gilmore Girls del primer beso de Rory, escribió el capítulo de Will and Grace donde actúa Michael Douglas, escribió uno de Sex and the City, otro de Mad about you y creó Weeds. Si viste Weeds y te gustó, Orange is the new black te va a gustar seguro. Si no la viste tendrías que ir corriendo ya a verla, al menos las primeras cuatro temporadas.

Orange is the new black es una comedia. Tiene música de Regina Spektor, música de Tune-Yards. Tiene muchos colores y personajes secundarios perfectos: Crazy Eyes, Red, Nicky, una gallina. Todo lo que sucede en la cárcel está al borde de lo inverosímil: no puede ser que la protagonista nunca la pase realmente mal y que su mayor problema sea tener que secar el pis de una compañera.

La serie no tiene ni un asomo de profundidad de las series que están de moda hoy (Mad Men, Breaking Bad). Eso es al mismo tiempo algo positivo y negativo. Positivo porque recuerda muchísimo a las primeras temporadas de Weeds (madre viuda se pone a traficar marihuana para bancar a su familia, casi la misma premisa de “blanquita se mete en territorio desconocido y peligroso”) en las que todo era disparatado y divertido y la protagonista caía siempre bien parada, como los gatos. Es negativo porque ese tono despreocupado que tenía Weeds al principio no pudo sostenerse y terminó convirtiéndose en un novelón que muchos abandonamos. Y eso podría sudecerle a Orange is the new black. Cruzo los dedos para que no.

La serie me gusta muchísimo y me gusta fundamentalmente por algo: es una serie de gente buena. Esto, que en un principio me pareció algo malo, se convirtió en el motivo por el cual sigo viendo la serie: para ver gente arruinada veo a Don Draper.

En Orange is the new black no hay un antagonista fuerte que pueda desequilibrar a la pobre blanquita que fue a la cárcel. Es justo al revés: ella va sacándole las capas de maldad a las presas para terminar descubriendo que en el fondo todas son seres de luz que sufrieron mucho en la vida pero que en el fondo son puro corazón.

En uno de los primeros capítulos, una colorada muy simpática (la colorada que trabajó en American Pie, ésta) está escuchando uno de los problemas de Piper y le dice: “Tenés enemigos imaginarios”. Y por eso, porque fabricarse enemigos es la esencia de cualquier minita de ley, y porque yo soy una minita de ley, es que banco la serie y obligo, aliento y festejo que todos la miren.

Locura tardía

21 Nov


En el nebuloso y resbaloso mundillo del arte la experimentación existe. En algunas ramas el público pareciera estar más dispuesto (la pintura, la escultura, quizá el teatro), en otras un poco menos (el cine, la literatura). Pero en el terreno de la música la cuestión es el limitado número de variantes. Se puede no respetar el orden impuesto de notas y escalas, se puede tocar sin saber, o se puede optar por el silencio intencional como snob muestra de espíritu artístico. Y no hay mucho más que eso. En otras épocas tal vez se podía tratar de estar a la vanguardia rescatando algún instrumento indígena de la Alaska profunda o golpear envases vacíos de yogur. Pero en estos electrónicos tiempos cualquier sonido puede ser reproducido y mezclado con otros por cualquier hijo de vecino en la comodidad de su hogar. (*) (**)

Electrónico sería el género del primer/último disco de David Lynch. Y la etiqueta “alternative” será agregada por el inteligente reproductor multimedia que elijas usar. El principal problema es que quizá uno esperaba más. David es un genio, qué duda cabe. Y genio en el sentido barrial del término, como sinónimo de capo. Pero decir cosas tales como que Crazy Clown Time es innovador,  perturbador, fuera de los cánones habituales, avant-garde o términos similares, solo puede deberse a dos razones:

1 – No escuchaste el disco. Lo cual sería cuando menos vergonzoso si lo tuyo es escribir en alguna revista especializada o en el suplemento cultura de un diario.

O

2 – Te gustan los Rollings, U2, Soda Stereo en su primera época y alguna vez en un ataque de locura te bajaste un tema de The Beta Band después de haber visto Alta Fidelidad.

Esto último dicho sin ningún tipo de condescendencia. Pero Crazy Clown Time, que es un buen disco, suena muy parecido a cualquier otro disco de esta época. Se puede afirmar incluso, sin temor, que llega con un leve retraso o que su sonido justificaría que se escuche de fondo el ruido sucio de una púa saltando sobre vinilo (úsese Good Day Today como botón de muestra).  Hasta se puede decir que suena amable. Y tal vez esa sea la verdadera rareza de todo este asunto. Jugando al lugar común, Crazy Clown Time es para prenderse un faso y tirarse en el sillón teniendo como única luz la de una lámpara ubicada de manera estratégica en el rincón más lejano del living. Se recomienda especialmente para este caso She Rise Up o el pertinente Strange and Unproductive Thinking. Si tenés un enano cerca con The Night Bell with Lightning te vas a sentir en Twin Peaks.

En todo caso, si querés un poco de perturbación, volvete a escuchar un viejo disco de Tricky, tipo Pre-Millennium Tension o Angels with Dirty Face.

* ¿Alguna vez tuviste la suerte de jugar con el MTV Music Generator en la vieja Playstation 1?

** Si querés ver un pequeño chiste sobre el estado del arte contemporáneo pegale una mirada a Untitled.

Loca de amor

14 Nov

Todo lo que tenga que ver con mujeres bellas que enloquecen me produce cierta fascinación y morbo. Todo lo que tenga que ver con mujeres bellas que enloquecen por amor me produce muchísima más fascinación que morbo. “Tabloid”, de Errol Morris, cuenta la historia de una preciosa chica, Joyce, que se enamora de un almidonado mormón, Kirk. Joyce y Kirk se prometen amor eterno. Kirk desaparece. Joyce lo encuentra en Inglaterra y lo salva del culto (el culto es, para Joyce, la religión mormona) haciéndolo pasar con ella un fin de semana de diversión, comida y sexo. Ella dice que lo rescató de las garras del culto, él dice que ella lo secuestró. A ella la acusan de secuestro y violación. Ella dice que no se puede violar a un hombre.

La prensa sensacionalista enloquece con la historia de Joyce y Joyce se vuelve archifamosa de un día para el otro: algunos diarios la tratan como una puta loca y otros como una enamorada dispuesta a todo. La persiguen, le inventan historia y bucean en su pasado para descubrir sus miserias. Todas esas cosas que hacen los programas de chimentos de la televisión de la tarde. Y es en este punto es donde el documental de Errol Morris, un clásico documental de entrevistas y material de archivo, se vuelve mucho más interesante: todos los cortes de las entrevistas se ven ahí, sin nada que los tape, poniendo en evidencia que el montaje es una herramienta para construir un relato. Errol Morris corta tanto las entrevistas que por momentos pareciera que está armando una oración con una palabra por plano, pareciera que está inventando todo. Sobreimprime palabras contundentes sobre los entrevistados, juega a armar titulares a partir de las frases que dicen, repite fragmentos de entrevistas hasta tres veces. En fin: se caga de risa de todo. Juega a armar un documental sensacionalista. Y gana.

Y encima, sobre el final, mete una perlita imperdible que incluye perros clonados.

Auto fantástico

11 Nov

Muchas veces el cine se dedicó a esa forma violenta, más o menos clandestina y organizada de hacer negocios que conocemos como mafia. Drive, una de las últimas películas de Ryan Gosling -star del momento que fue metamofoseándose a pedido de la industria en un Vin Diesel sensible y carismático-, toca de costado el género sacándole provecho: cuando nos enteramos, junto con el protagonista, de que detrás de un préstamo está metida la pesada de la Costa Este, sabemos que  las cosas van a terminar mal. Pero el director no hizo otra de mafias y asesinos a sueldo. Creó un gran personaje, climas densos y macabros con la ayuda de nada menos que Angelo Badalamenti y, en el medio, una historia de amor casi sin palabras, un cruce sutil de soledades y miraditas en el supermercado.

Gosling transmite ternura, pero desde hace tiempo también porta músculos. Combinando su nueva faceta con aquella de chico loser de película indie (Lars and the Real Girl) logra quizás una de sus mejores actuaciones hasta el momento. Es un conductor parco, profesional e imprevisible, aunque no por eso menos protector y cariñoso. Maneja lo que le den y para lo que sea. Puede ser chofer de dos desconocidos vestidos de negro o doble de riesgo. No tiene pasado ni amigos ni nombre. Bryan Cranston, el dueño del taller, lo usa para todo tipo de trabajos, siempre sacando su tajada y aprovechándose de que él no se queja. Es lo más parecido a un padre que tiene.

A Nicolas Winding Refn, el director de esta película, más que el crimen organizado y los autos le interesa otra cosa: convertir la violencia en un objeto estético, al mejor estilo La Naranja Mecánica. Ya lo había demostrado en Bronson (que a su vez parece una remake desmesurada de Chopper, lo mejor de Eric Bana en toda su carrera). En Drive, el conductor apuñala a un capo mafia: lo único que vemos son sus sombras luchando. Otra muerte es en el mar, de noche, con un Gosling irreconocible. De a ratos parece una parodia de Brian de Palma o de cierto cine clase B (esos créditos), como si se tratara de un Meteoro vengador.

Los aciertos de guión y dirección son varios. No hay exceso de persecuciones motorizadas ni fetichismo con los autos. La trama, como el conductor cuando tiene patrulleros acechándolo, no se apura en ningún momento y gana tensión de a poco a partir de un recurso infalible a la hora de contar: una historia simple que se complica. Ron Perlman, un gigante del cine -literalmente- , con su inconfundible cara de rasgos simiescos, no hace uno de los papeles a los que nos tiene acotumbrados (Hellboy). La charla entre Gosling y el otro mafioso en el restaurante, con el hombre ya bastante cabreado (Albert Brooks, el infaltable italoamericano), no tiene desperdicio: «Cualquier sueño que tengas, planes o esperanzas para el futuro, vas a tener que suspenderlos. Te digo esto porque quiero que sepas la verdad». A esa altura, Drive es un thriller en el que todos miran en el espejo retrovisor de su paranoia porque alguien viene a cobrar la deuda, rápido y muy furioso.

La Casita del Horror

31 Oct


A Estados Unidos se le debe reconocer que nunca tiene miedo de poner la etiqueta de universal a todo aquello que produce. Y nos guste o no, sin ponernos a pensar en las razones y/o consecuencias de esto, la verdad es que en cuanto a educación musical y fílmica, el material de estudio casi siempre nos vino del norte y en idioma inglés. También, mal que le pese a Greenpace, es experto en reciclaje. A tal punto que hay toda una generación que cree que, por ejemplo, las versiones de las canciones que se escuchan en Glee son originales y no covers de grandes (y no tanto) clásicos.

Su creador, Ryan Murphy, repite la fórmula que tanto éxito le dio usando esta vez como materia prima los elementos que definen el género del terror. Entonces, en American Horror Story no vas a ver nada que no hayas visto antes. Todo lo contrario, podes jugar a reconocer a qué película hace referencia ese asesinato, ese giro del guión, esa banda sonora, o esa toma, que, con la excusa del homenaje se repiten una y otra vez a lo largo de la serie.

Una familia de apellido Harmon, compuesta por un matrimonio y una hija adolescente, se muda de Boston a Los Ángeles. Las razones de dicha mudanza son tan familiares como trágicas: una infidelidad y una muerte. Si bien son clase media consiguen una mansión reciclada a muy buen precio como nuevo hogar. Lo que no saben es que la misma está embrujada y que su maravilloso piso de madera ha sido manchado con sangre con alarmante frecuencia.

Hay un problema de formato. No es lo mismo una película de una hora y media que una hora semana tras semana hasta completar trece capítulos, que es lo que durará la primera temporada. Para el cuarto episodio ya hemos perdido la cuenta de la cantidad de desgracias, disgustos y experiencias siniestras, no siempre sobrenaturales, que ha atravesado esta familia. A esta altura, es más la gente muerta que anda dando vueltas que la viva. ¿Qué están esperando los Harmon para irse? ¿Cuántos más tienen que morir? ¿Son boludos o se hacen?

Suponemos un eficiente y aceitado grupo de guionistas que por ahora sostienen la trama en el delicado límite de lo verosímil. Los argumentos van desde la crisis inmobiliaria (el nuevo Vietnam de los norteamericanos) hasta la lógica pérdida de conciencia de la realidad de los desafortunados nuevos moradores. Tenemos fe además que la historia avanzará sobre esa sensación de condena que tienen los sanguinarios y malévolos espíritus que habitan la mansión, que ya están un poco cansados de tanta muerte violenta y solo quieren irse al infierno.

Un apartado especial para Jessica Lange, que resume toda la maldad del mundo en forma de vecina, que no tiene ningún problema en llamar mogólica a su hija con síndrome de down o en robar cucharas y tenedores para luego venderlos por eBay. Otro gran personaje es la hija adolescente, que por estar atravesando esa época de la vida, es la que menos se asusta y hasta disfruta de tanto desquicio a su alrededor. Tal vez porque sabe que así como no hay nada nuevo bajo el sol, tampoco se encuentran muchas novedades entre las sombras.